Escribo por la inercia del narcisismo. No me pararon los pies de niño, cuando todo el mundo quería jugar a los indios y vaqueros, y yo quería jugar a ser Dios. 

Cogía un puñado de palabras, las lanzaba al aire y las dejaba caer sobre las páginas blancas de mi cuaderno. En cuanto se formaban las frases, las leía deprisa y suspiraba. Por entonces, para mí, ese suspiro era lo más parecido al soplo divino. 

Escribo para tratar de entender a aquel evangelista que dijo que «la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». 

Escribo porque se lo debo a Shakespeare y a Bulgákov, a Esquilo y a Kafka y a doña Hariclea, mi profesora de literatura: era la única que me hacía creer que tenía el don.

Escribo porque soy un egoísta enfermo que ha encontrado en las palabras la cura de todos los males, y guarda para sí la píldora mágica. Escribo porque me gusta leer en silencio, entre lágrimas y en soledad a los que saben escribir de verdad.

Soy un animal híbrido, una amalgama entre presa y depredador. Sobrevivo devorando lo que leo y me dejo consumir por lo que escribo.

Escribo para escaparme del papel de extrovertido que he lucido toda la vida para disimular mi olor de alimaña vulnerable. Soy un inadaptado de vocación y un cobarde. Cada vez que salgo de la cama empiezo a inadaptarme a un entorno que no reconozco, a unos dogmas que no promulgo.

Vivo del lujo que me otorga la cobardía: poder esconderme a todas horas detrás de la palabra que quiera, las veces que lo necesite.

Escribo porque ese es el pretexto para no tirarme por un puente y para levantarme del sofá en el cual a veces incluso escribo.

Escribo porque no hay mejor excusa quer ir al bar, sentarme en mi mesa, encender la lámpara, ajustarme los auriculares, coger aire y soplar sobre una taza para que se temple el café y las musas se pongan cachondas. Ese sí que es el soplo divino.